Cuando el pasado se hace futuro: la física en el siglo XXI

Aunque no se han producido últimamente en la física revoluciones como las que tuvieron lugar durante el primer cuarto del siglo XX, las semillas plantadas entonces han continuado germinando y necesitando de nuevos desarrollos. De algunos de estos desarrollos se ocupa este artículo; a la cabeza de ellos, los descubrimientos del bosón de Higgs y de la radiación gravitacional. Al ahondar en ellos se hace patente la necesidad de tratar también otros apartados, en los que la física muestra su unidad con la astrofísica y la cosmología: materia oscura, agujeros negros y multiuniversos. Se repasa, asimismo, la situación en la teoría de cuerdas y en la supersimetría, así como en el entrelazamiento cuántico, con las aplicaciones de este a las comunicaciones seguras (criptografía cuántica), para terminar con la presencia e importancia de la física en un mundo científicamente interdisciplinar.

La física es considerada como la reina de las ciencias del siglo XX, y lo es con justicia pues durante esa centuria se produjeron dos revoluciones que modificaron drásticamente sus fundamentos e introdujeron cambios socioeconómicos profundos: la de las teorías especial y general de la relatividad (Albert Einstein 1905, 1915) y la de la física cuántica, a la que, al contrario que en el caso de la relatividad, no es posible asignar un único progenitor, al ser el esfuerzo mancomunado de un extenso conjunto de científicos. Ahora bien, sabemos que las revoluciones —ya sean en ciencia, en política o en costumbres— poseen efectos de largo alcance, que aunque seguramente no serán tan radicales como los que propiciaron las rupturas iniciales, conducen más tarde a desarrollos, a descubrimientos o maneras de entender la realidad, antes insospechadas. Así sucedió con la física una vez que se completasen las nuevas teorías básicas, que en el caso de la física cuántica quiere decir la mecánica cuántica (Werner Heisenberg, 1925; Paul Dirac, 1925 y Erwin Schrödinger, 1926). En el mundo ensteiniano surgió enseguida la cosmología relativista, que pudo acoger bien en su seno, como uno de los modelos de universo posibles, el descubrimiento experimental de la expansión del Universo (Edwin Hubble, 1929). Fue, sin embargo, en el contexto de la física cuántica donde las «consecuencias-aplicaciones» resultaron más prolíficas; fueron, de hecho, tantas que se puede decir, sin exagerar, que cambiaron el mundo. Los ejemplos en este sentido son demasiados para enumerarlos aquí; baste, sin embargo, mencionar algunos: la construcción de una electrodinámica cuántica (c. 1949), la invención del transistor (1947) —al que bien se puede denominar «el átomo de la globalización y de la sociedad digital»—, el desarrollo de la física de partículas elementales (posteriormente denominada «de altas energías»), de la astrofísica, de la física nuclear y del estado sólido (o «de la materia condensada»).


La segunda mitad del siglo XX asistió a la consolidación de estas ramas de la física, pero podemos preguntarnos si, finalmente, dejaron de aparecer novedades importantes y todo se redujo a meros desarrollos, lo que Thomas Kuhn calificó en su libro de 1962 The Structure of Scientific Revolutions, como «ciencia normal». El concepto de «ciencia normal», me apresuro a señalar, es complejo y puede conducir a error: el desarrollo de los fundamentos —del «núcleo duro», si utilizamos la terminología introducida por Kuhn— de un paradigma científico, esto es, la «ciencia normal», puede abrir nuevas puertas al conocimiento de la naturaleza, algo que sin duda posee una importancia de primer orden. En el presente artículo, en el que trato de la década 2008-2018, veremos que así sucedió en algún caso, y en fechas —la segunda década del siglo XXI— ya bastante alejadas de los «años revolucionarios» de comienzos del siglo XX.

EL DESCUBRIMIENTO DEL BOSÓN DE HIGGS

Uno de los acontecimientos más celebrados en la física de la última década ha sido la confirmación de una predicción teórica hecha hacía casi medio siglo: la existencia del bosón de Higgs. Veamos de donde procedía esa predicción.

La física de altas energías experimentó un avance extraordinario con la introducción de unas partículas para las que se terminó aceptando el nombre propuesto por uno de sus introductores, Murray Gell-Mann: quarks, cuya existencia fue propuesta teóricamente en 1964, además de por Gell-Mann, por George Zweig. Hasta su aparición se pensaba que protones y neutrones eran estructuras atómicas inquebrantables, realmente básicas, y que la carga eléctrica asociada a protones y electrones era una unidad indivisible. Los quarks no obedecían a esta regla, ya que se les asignó cargas fraccionarias. De acuerdo a Gell-Mann y Zweig, los hadrones, las partículas sujetas a la interacción fuerte, están formados por dos o tres especies de quarks y antiquarks, denominados u (up; arriba), d (down; abajo) y s (strange; extraño), con, respectivamente, cargas eléctricas 2/3, –1/3 y –1/3 la del electrón (de hecho, los hadrones pueden ser de dos tipos: bariones —protones, neutrones e hiperones— y mesones, partículas cuyas masas tienen valores entre la del electrón y la del protón). Así, un protón está formado por dos quarks u y uno d, mientras que un neutrón está formado por dos quarks d y por otro u; son, por consiguiente, estructuras compuestas. Posteriormente, otros físicos propusieron la existencia de tres quarks más: charm (c; 1974), bottom (b; 1977) y top (t; 1995). Para caracterizar esta variedad, se dice que los quarks tienen seis tipos de «sabores» (flavours); además, cada uno de estos seis tipos puede ser de tres clases, o colores: rojo, amarillo (o verde) y azul. Y para cada quark existe, claro, un antiquark. (Por supuesto, nombres como los anteriores —color, sabor, arriba, abajo…— no representan la realidad que asociamos normalmente a tales conceptos, aunque puede en algún caso existir una cierta lógica en ellos, como sucede con el color.)